Análisis de los diferentes puntos que trató el presidente Alberto Fernández en su mensaje grabado.
Quizás estamos asistiendo al límite de las competencias de comunicación del Presidente. El momento en que le ha tocado gobernar requeriría de un líder performativo, capaz de coordinar a los actores sociales y trazar un plan para sortear la catástrofe. Su último discurso por la cadena nacional fue otra demostración de su dificultad para generar acuerdos y enviar señales de orientación para una población abatida por la segunda ola de la pandemia. En esta comunicación se ha distanciado de dos importantes aliados: los sectores de la salud y de la educación. El dramatismo del momento requería alguna intervención del Presidente. Pero la sociedad, que no ha podido rehabilitarse de las consecuencias materiales y emocionales de una crisis sanitaria que aún padece, con una dirigencia social muchas veces voluntarista que no quiere mirar la ola que se le viene encima, descreída del Gobierno y de los infectólogos oficialistas, hoy sólo valida a los educadores y a los médicos. Justamente el blanco de la retórica presidencial.
Me gustaría hacer hincapié en la recepción del discurso del Presidente en estos dos sectores. La profesionalización de la comunicación política sirve para alertar sobre efectos perniciosos previsibles de los discursos de gobierno. Esto no quiere decir, por supuesto, dejar de tomar las decisiones necesarias que la situación exige, si no elegir bien las que puedan reducir el riesgo de manera más directa. En la crisis se manejan más probabilidades que certezas, función de la comunicación es generar consensos entre los actores sociales involucrados sobre las medidas mejor fundamentadas. Lo contrario de eso es afirmar con contundencia una decisión basada en escasa evidencia, a partir de un cálculo político (seguramente mal hecho). La comunicación de riesgo y el marketing electoral responden a lógicas opuestas. En contexto de riesgo la comunicación debe fortalecer la credibilidad del líder, que le permitirá construir consensos básicos sobre la necesidad de coordinar acciones. Sólo la comunicación estratégica puede abonar la recepción positiva de medidas necesariamente negativas.
La recepción del discurso del Presidente se disparó en la dirección contraria: los aliados externos imprescindibles reaccionaron inmediata e inequívocamente en contra (y los aliados internos quedaron descolocados). El sentido del discurso se entiende a partir de los discursos que le contestan. La lectura del jefe de Gobierno de la Ciudad, Horacio Rodríguez Larreta, puso el dedo en la llaga: el incumplimiento del plan de vacunación prometido. Entre lo poco que sabemos, sabemos esto: el único modo de combatir el Covid-19 es inmunizar lo máximo que se pueda a la población mediante las vacunas de eficacia mejor comprobada. Aunque la oposición está infiltrada por una minoría antivacunas, no hay duda de que facilitar la pronta vacunación de la sociedad, es el tema de mayor consenso: el único que se puede sobreponer a las especulaciones políticas. Sobre este punto central está cuestionada la credibilidad del gobierno por frustrar el acuerdo con Pfizer, por el escándalo de las vacunas VIP, por incumplir las promesas de ritmo de vacunación: una mala práctica que le trajo tantos problemas el año pasado y que no logra erradicar. El más necesitado de precisiones, fue el punto más vago del discurso del Presidente, con apelaciones a “un mundo que no ofrece las vacunas que el mundo necesita”, y el traspaso de responsabilidad a los gobernadores con desmentidas sospechosas: “en ningún momento nosotros acaparamos la decisión de contratar vacunas”. La negación no pedida instala en el discurso de un funcionario la sospecha de que es cierta la afirmación contraria (como cuando dice: “no me mueve ningún interés político”).
Tal vez no haya estado directamente dirigido a ellos, pero los médicos se sintieron alcanzados por un acto de habla de recriminación: “el sistema sanitario se ha relajado” por abrirse a la atención de urgencias no Covid-19, lo cual supone un desconocimiento del funcionamiento de la medicina en relación con enfermedades graves y urgentes y una desconsideración respecto del actor más afectado por la crisis. Estas palabras dejaron la impresión de que todos menos el Presidente aprecian el nivel de estrés y sacrificio con el que están dando continuidad a su función esencial durante la pandemia los médicos. Siguiendo la metáfora bélica que suele elegir Fernández para hablar del Covid (“evidentemente el virus nos está atacando”): son los soldados en la trinchera. Pero, sobre todo, desde el punto de vista comunicacional deberían ser tratados como socios. Los médicos conservan la credibilidad que el gobierno ha perdido: ellos mejor que nadie pueden volver a subir los umbrales de prevención en los sectores de la sociedad que se han “relajado”. Entre los cuales hay que mencionar en primer lugar al sector de la política. El propio Presidente dice que no sabe cómo se contagió. Las redes sociales le contestaron con decenas de fotos donde se lo ve sumergido entre la muchedumbre sin tapabocas. Desde que circulan por las plataformas digitales, las cosas se han hecho más difíciles para la comunicación política: los usuarios de Twitter o de Instagram viralizan memes y críticas mordaces en tiempo real.
Contra la comunidad educativa (directivos, docentes, alumnos y familias) parece dirigida la decisión de cerrar las escuelas de AMBA. No es una decisión irracional. Pero sucede que esta vez se tomó contra lo consensuado con los implicados hasta ese mismo día, contra el parecer del Ministro de Educación de la Nación y las recomendaciones de la Ministra de Salud y con una justificación muy débil de la eficacia que podría tener. Si la excusa es ganar tiempo para conseguir más camas y vacunas (argumento que se usó para mantener la cuarentena durante siete meses), conviene redoblar los esfuerzos para reducir los focos indudables de contagio. En su discurso, el Presidente dijo: “el contagio no está en las fábricas, no está en los negocios…” y vaciló porque la sucesión lógica de esa enumeración era “no está en las escuelas”. La propuesta es de ordalía: el Presidente promete que las clases presenciales retornarán en diez días si se consiguen más camas. Pero como no hay relación causal entre una y otra cosa (correlación no es causalidad), es una condición de tan incierto cumplimiento que sería preferible ni formular la promesa. La reacción de esta comunidad fue también completamente negativa.
Aunque quienes se movilizaron enseguida fueron colegios privados y grupos sociales aventajados, conviene salir al cruce de una interpretación del conflicto en términos de clase social, como la promovida por algunos sectores oficialistas. Los que conocemos las escuelas de zonas vulnerables sabemos que dentro del recinto se viven protocolos de distanciamiento que no se viven en otros espacios del barrio, que la escuela está siendo un ámbito de detección de sospechas de Covid-19 y que las burbujas sólo se rearman documentando el hisopado negativo. Los chicos pobres no tienen acceso a Internet para seguir las clases on line y, cuando los padres están trabajando, no cuentan con un Smartphone. Para las madres que trabajan es un gran problema tener a los chicos deambulando, sin hablar de las secuelas emocionales que tiene en los mismos chicos el alejamiento de su escuela. La escuela cumple una función de prevención y contención central, por lo que debería ser lo último en cerrarse, como todos estábamos de acuerdo hasta el minuto previo al infortunado discurso del Presidente.
Opinion: Damián Fernández Pedemonte Fuente (Perfil)